Crueles
y viles. Groseros. Ultraje denotan sus acciones, injurias profetizan sus bocas.
No piensan, al parecer, no razonan y si lo hacen, lo disimulan bien. Estocada
final, apuñalan de forma más cruel que la que se hiere a un amigo. Vertientes
ríos de roja sangre es un símbolo que los eleva al orgasmo. El grito de un
caído, equivale a un gemido de placer para sus viles oídos. ¿Qué se dirán a sí
mismos? ¿Qué pensaran, cuando sienten traspasar con ese objeto filoso la piel
de un hermano de especie? Son asesinos, violentos, raro espécimen en proliferación;
cuentan algunos especialistas, que su aparición se da gracias a una mutación
del genoma humano (?).
Seguro
más de uno tendrá alguna muerte en su currículo… Solo su conciencia, su
manchada almohada y sus cobardes manos lo sabrán. Ese, ese que generalmente
anda sin franela, que canta hasta dejar su garganta ronca, se baña en la espuma
fría de cerveza, mientras un grito de gol agita al estadio. Asesino. Ese que
con ímpetu se hace llamar hincha, no lo es, es una simple mutación del humano
común, del fanático correcto. Apedrea, golpea, roba y patea, se dedica a
clavarle sin piedad una lanza filosa, arrasadora, destructora y devastadora, a
la dura corteza mágica y colorida de un balón. Sí, de una pelota de fútbol,
porque ese “Asesinuos de Campous
Deportivous”, que se colea dentro de la barra de algún equipo, cual vampiro
en forma de humano para satisfacer su necesidad de sangre, no solo hiere un
hermano, también está matando al fútbol.
Pequeñas
barrigas hambrientas, dientes sucios, pero no de comida, sino de tierra y quizás
de algún elemento que evito mencionar para no indigestar a los lectores. Manitas
chiquitas, huesos deformes, suaves ojeras oscurecen una mirada de inocencia viciada
por la lúgubre realidad. Una hormiguita, pequeña e insignificante ante la supuesta
superioridad humana, escala su piel, pero se queda atorada en las grietas
típicas de la resequedad y mala nutrición. Plegaria en sollozos a un cielo esquivo.
Un niño muere de hambre, ¡Que digo uno! ¡Miles, millones no pueden callar ese
gruñido infernal de sus estomaguitos! Al unísono que el estruendo de la pólvora
acaba con la vida de personas alrededor del planeta, dejando olor a putrefacción,
huesos, cadáveres en descomposición, gusanos acariciando el rostro sobre el que
se para el pie de un hermano de raza que se hace llamar soldado vencedor. La guerra
azota en diversos lugares… La naturaleza, efecto de la propia idiotez humana,
nos responde tras el maltrato que recibe a diario de nuestra parte. Tsunamis,
terremotos y desordenes climáticos, son la previa de la miseria bajo la que
quedará sumida todo lo que quede tras su paso. El trabajo de décadas, por el
maltrato al medio ambiente, lo destruimos en horas.
Mientras
en las divisas del fútbol venezolano, domingo tras domingo se registran actos
violentos. Pérdida de tiempo. Un individuo corre de polo a polo, de la norte a
la sur, zigzaguea personas, vendedores y asientos, ante groserías de los
contrarios y el aliento de los propios. Todo termina en una trifulca. Han
robado un trapo. Estúpidos. Que manera de malgastar energías. Que ganas de
joder. Pelear por trivialidades, mientras en el mundo miles de corazones dejan
de sonar, interrumpiendo el flujo sanguíneo, para dar paso a otra muerte
tempranera
El fútbol es
el reflejo de la sociedad, para lo potencial y para lo limitante. Nos muestra lo
desvalorizados que estamos, lo deshumanizados que podemos llegar a ser. Esos
canticos de apoyo, a veces insultantes,
no son la única costumbre futbolera rioplatense que las barras del país modelan,
también, y con respeto a los argentinos, su cada vez mayor tendencia agresiva
en los estadios. Mañas que oscurecen las preocupantes voces de noticieros
mundiales. Solo Inglaterra los ha logrado controlar. Injusto juicio también se
le da al colectivo. Esas masas que tan solo quieren fundir sus gargantas con un
“Dale, dale”, o sentir un húmedo beso celestial cuando el que lleva el “9”
bordado en la casaca del color de sus amores, anota un gol. Esos que gritan un
“ole” cuando el “10” tira un caño, un suspiro, fuerte pero invisible, sale de
sus secas bocas, cuando el “3” no se come la elástica del rival contrario, o
cuando la mano del “1” empuja sutilmente, en cámara lenta, como si de un film
épico se tratara, esa pelota que amenazaba con hacer crujir las redes. Ese es
el hincha que va al estadio a ver a jugar a su equipo o a ver, sentir, oír y
disfrutar del fútbol. Cual serie policial, estos mutantes de genoma, se
esconden, por días, semanas, meses, o años, en la barra de un club. Matan, degollan
y le recuerdan al mundo lo denigrante que puede llegar a ser nuestra especie
¿Cómo hacer
frente? ¡Se escuchan propuestas! No se ve una solución aparente. Si es que aún
ese problema no se resuelve. Aquel que azota a Venezuela, que destruye nuestro
transito diario, que frustra nuestras ganas de mejorar, que jode las ganas de
progresar y fastidia la vida humana. Ese problema recurrente, instalado en el
seno cultural de nuestro país, esa pequeña larva, rojiza de tanta sangre que
consume, de tanto odio que alimenta, esa pequeña larva que ha ido creciendo y
mutando convirtiéndose en la gran inseguridad, esa que convierte a Caracas en
una de las ciudades más peligrosas del mundo. “La capital del homicidio” leí
por ahí.
Hay que
civilizarse. Nuestra sociedad esté tan podrida que resulta difícil evitar que
esto trascienda a algo tan cultural y que cada vez nos identifica más, como lo
es el fútbol. Aun así, las autoridades, deben de ejercer de médicos, es que el balón
esta en terapia intensiva y para evitar que muera, hay que tomar medidas de
control para con estos vampiros ávidos de sangre. Los policías… vaya show
venezolano. La mutación en su especie está acabando con la reputación de los
que sí hacen su trabajo. Otra podredumbre social, se disfraza de jefe se
seguridad y seguro estoy, que ha sabido colaborar con los intentos homicidas a
la cada vez más enferma pelota.
Aquel que
maravilló al mundo. Ese que corriendo tras la redonda, hizo y deshizo a su
antojo. Pinturas de acuarelas significaban sus regates, regalo de los dioses,
eran sus goles. Quizás exagero, nunca lo vi jugar, mi juventud no me lo
permitió. Me cuentan los más veteranos, que cuando con su mano supo con
picardía empujar la pelota sobre aquel recordado golero, todos supieron que
estaban ante un poeta de la genialidad. Yo aún sigo viendo, en cada video de
goles, ese superlativo, lleno de antología, que les endosó a los ingleses.
Diego Maradona dijo una vez “A pesar de todo, la pelota nunca se mancha”. Discúlpame
Diego, pero creo no estar tan seguro.
Lisbm.
Lizandro Samuel.
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